Éxito: Siempre hay un precio que pagar.

Los grandes personajes de la sociedad suelen compartir consejos sobre cómo alcanzaron sus logros, su éxito o incluso sus patrimonios. Pero pocas veces se habla de sus momentos malos, de las caídas y del precio que debieron pagar.

Casi todos hemos pasado por ese instante en el que, tras alcanzar algo que tanto deseábamos, sentimos un vacío inesperado. Descubrimos que lo obtenido no siempre compensa lo perdido: horas de descanso, momentos con la familia, risas compartidas o simplemente la paz de estar tranquilos.

Definir la palabra éxito no es tarea sencilla. Para mí, éxito no es ser reconocido ni aplaudido por todos; éxito es sentirse realizado, aunque eso implique simplemente levantarme de la cama y cumplir con mis tareas diarias. Eso, en esencia, ya es éxito.

Desde muy jóvenes se nos exige tener claras dos metas: construir un patrimonio y alcanzar el éxito. Casi nada, ¿verdad? Esta presión genera miedo en muchos. Sin embargo, cuando descubrimos quiénes queremos ser, aunque el camino sea difícil, no declinamos. La vida no se mide solo por metas alcanzadas; debe estar acompañada de fe, de la guía divina, de la familia y de esos seres queridos que nos sostienen.

Con el tiempo he aprendido a reconocer el valor de los demás. Lo difícil, sin embargo, es reconocer nuestro propio valor. Alguien una vez me dijo: valiente no es quien no siente miedo, sino quien decide enfrentarlo. Y entendí que el temor puede tener dos efectos: ser un impulso para avanzar o una atadura que nos detiene.

La juventud es esa etapa en la que ocurren tantas cosas que, a veces, terminamos viéndolas de forma distorsionada por la presión o la insatisfacción. Pero, en medio de todo, la pregunta sigue siendo la misma:

¿Vale la pena el precio que estoy pagando por lo que estoy recibiendo?

Si la respuesta es sí, entonces no es un sacrificio, sino una inversión.