Columnas 20 Alejandro Burgos septiembre 24, 2025
Hace un mes, Honduras fue testigo de una marcha por la paz en un momento de agitación política e incertidumbre. Iglesias y grupos cívicos convocaron a los ciudadanos a las calles, invitándolos a defender la unidad y la armonía en un país marcado por la inestabilidad, la corrupción y la violencia. Este artículo no pretende debatir la marcha en sí, sino reflexionar sobre el concepto que evocó: la paz. Mi esperanza es que estas palabras sirvan como una breve introducción para quienes buscan comprender qué significa realmente la paz.
Con demasiada frecuencia, la paz se trata como un eslogan: una palabra en pancartas, pronunciada en sermones o prometida en discursos políticos. Sin embargo, para la sociedad hondureña, la paz no puede significar únicamente la reducción de las estadísticas de criminalidad o el silenciamiento temporal de los conflictos. La verdadera paz, como nos recuerdan la historia y la filosofía, es más que la ausencia de guerra o confrontación. Es la presencia de justicia, dignidad y vida plena.
Aquí resulta clave la distinción que hace el académico noruego Johan Galtung entre “paz negativa” y “paz positiva.” La paz negativa se refiere a la mera ausencia de violencia directa: el silencio de las armas, la ausencia de conflicto abierto. La paz positiva, en cambio, es mucho más ambiciosa. Exige cambios estructurales: una paz que no solo evite la violencia, sino que construya activamente vínculos de comprensión y solidaridad que desmantelen las raíces del odio, la desigualdad y la exclusión. Este es el tipo de paz que Honduras necesita con urgencia: una paz no basada en el miedo, sino en la compasión; no en el silencio, sino en la solidaridad.
En nuestra realidad nacional, esto implica enfrentar las estructuras que perpetúan el temor: el crimen organizado, la corrupción que roba la esperanza a las comunidades y la desigualdad que obliga a muchos a elegir la migración en lugar de la pertenencia. La paz no puede reducirse a patrullas militares en las calles; requiere transformar las condiciones que hacen que la violencia parezca el único camino posible para tantos.
Al mismo tiempo, la paz no es una abstracción. Se siente en la vida cotidiana: cuando los jóvenes encuentran oportunidades en lugar de pandillas, cuando las mujeres caminan sin miedo, cuando los ciudadanos confían en las instituciones que los gobiernan. Se cultiva en los pequeños actos de reconciliación llevados a cabo en iglesias, escuelas y barrios de todo el país — a menudo invisibles, pero esenciales.
La marcha nos recordó un anhelo colectivo: los hondureños están cansados de sobrevivir y anhelan dignidad. Pero ese anhelo no puede permanecer como un símbolo. Debe convertirse en un compromiso de construir juntos, más allá de ideologías o partidismos. La paz no se impone desde arriba; se teje con paciencia desde abajo, en la vida diaria de familias, comunidades e instituciones que eligen servir en lugar de dominar.
La paz no se construye en un día. Es un compromiso que exige esfuerzo constante, el valor de confrontar nuestro pasado y la paciencia de permitir que las heridas sanen. Requiere la fuerza de perdonar a quienes nos han hecho daño y la humildad de ver la humanidad incluso en aquellos que alguna vez consideramos enemigos.
Como jóvenes, estamos especialmente llamados a ser pacificadores y sanadores. El futuro nos pertenece, y con él también la responsabilidad. Si no asumimos la tarea de construir la paz con compasión, creatividad y coraje, ¿entonces quién lo hará?
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Estudiante avanzado de Relaciones Internacionales e investigador emergente en teología política, derecho internacional y ética en las relaciones internacionales. Trabaja en la Cámara de Comercio e Industria de Cortés (CCIC) en el área de desarrollo empresarial y colabora con organizaciones sociales. Interesado en la dimensión moral de la política exterior, combina su formación académica con estudios autodidactas en economía y análisis estratégico.
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