Inicio mencionando, que la empatía, es la inteligencia del corazón.
Sí, aquella que no se mide en pruebas estandarizadas ni en títulos universitarios, sino en la capacidad de sentir al otro como una extensión de uno mismo. La empatía es, en esencia, el idioma más puro de la humanidad; el que se entiende sin palabras, el que une sin prometer, y el que cura sin medicinas.
Vivimos en una era fascinante y probablemente paradójica, donde los grandes avances de la ciencia y la tecnología parecen haber conquistado casi todo… excepto una, el alma. Hemos aprendido a replicar órganos, a modificar genes, a conectar continentes con un toque; pero, ¿cuándo fue la última vez que conectamos verdaderamente con alguien sin
pantallas de por medio?
La empatía es la base de una buena sociedad, de una relación sana, de una comunidad que trasciende lo individual. Sin embargo, hoy su ausencia se siente tanto en los pasillos de los hospitales como en los hogares. En el ámbito de la salud, por ejemplo, comprender el sufrimiento de un paciente con un Trastorno de la Conducta Alimentaria (TCA) no consiste solo en recetar dietas o planes terapéuticos; implica entender la batalla invisible que libra cada día contra su reflejo, contra sus pensamientos, contra un entorno que a menudo juzga más de lo que abraza. La empatía en este contexto no es un lujo: es una herramienta terapéutica tan poderosa como cualquier medicamento.
Pero la pérdida de la empatía no se limita al campo clínico. La empatía no solo se ejerce entre seres humanos; también se extiende hacia todo aquello que nos sostiene. La Tierra, silenciosa y paciente, ha sido durante siglos la mayor testigo de nuestra falta de escucha. Y sin embargo, continúa dándonos todo lo que necesitamos: alimento, abrigo, oxígeno,
belleza. La llamamos casa común, pero pocas veces la tratamos como tal. Desde los inicios de la existencia, la empatía, no nació de la casualidad, sino del soplo creador de Dios, que, al darnos vida, también nos otorgó la capacidad de sentir con el otro.
En el acto de la creación, cuando el Creador vio que todo era “bueno”, estaba pronunciando el primer gesto de empatía universal: reconocer el valor del otro ser, diferente, pero igualmente digno.
Y es ahí donde radica el verdadero desafío de nuestro tiempo: volver a sentir. Reconectar con el otro, con la naturaleza, con lo que somos más allá del ruido. Recordar que la empatía no es debilidad, sino una forma de inteligencia que el mundo moderno no debería permitir perder.
Porque al final, la empatía no solo mejora sociedades: las humaniza.
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Presidente y Fundador de NutrilNnova Honduras. Profesional con formación en Nutrición y Dietética, con experiencia en Nutrición Comunitaria y Pediátrica. Investigador y experto en Epidemiología Clínica y Salud Pública. Colaborador en programas sobre Trastornos de la Conducta Alimentaria en México.
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